El Miedo


Querida Alejandra: acude a mi memoria la calandria del bosque, aquella que me salvaba con su canto de todos los miedos. Tenías miedo y me dejabas por eso la puerta abierta. Me obligabas a dejarla abierta. Yo la dejo cerrada por-que tengo miedo. Estoy en una casa enorme, casi deshabitada. En el primer piso, la gente se fue de vacaciones; en el segundo, nadie habita porque está el piso en refacción; en el tercero, nadie, porque está en venta; en el cuarto, dos personas entre una multitud de cuadros; en el quinto, yo; en el último, lavaderos impre-decibles. De todos lados se puede entrar en esta casa: por la azotea, que tiene numerosas puertas de vidrio; por el piso bajo, que tiene varias entradas arbitra-rias abiertas; por las ventanas sin persianas que se abren sobre un jardín aban-donado. ¿En qué parte del cuerpo se localiza el miedo? ¿En qué parte se multipli-ca? ¿En el centro del pecho?. En el nacimiento de la garganta va bajando hasta el estómago, se demora en las piernas, en las rodillas preferentemente, y llega hasta los pies, sube de nuevo y castiga los brazos, le pone guantes a las manos y un corpiño ajustadísimo al pecho. Yo aconsejaría no consultar ningún espejo cuando el miedo coloca la mano sobre la garganta. La supresión del miedo causa estragos, no permite que el pelo obedezca a ningún cepillo, a ningún peine. Arrodillarse no es posible, sentarse tampoco, ponerse de pie no es admisible, aunque uno quiera huir a toda costa e intente hacerlo. La petrificación es inevi-table. La sensación de ser piedra o de ser hielo o de ser objeto herido que envi-dia la suerte de cualquier hombre que está pasando por la calle. El corazón late, único signo de vida que no deja respirar. Las maderas crujen, suena un timbre. ¿Quién es?. Al aproximarme a la puerta, el timbre deja de sonar. ¿Quién?. Nadie contesta. Vuelve a sonar. ¿Quién llama?. Nadie contesta. Entonces, entonces, ¿qué se me ocurre?. Nace la idea de la salvación, para no estar sola, porque la salvación está en conseguir que el miedo resida tal vez en gran parte en la sole-dad. Si una voz no contesta, surge el miedo que responde. Quise ardientemente ser dos personas. Nunca Dios ha desoído mis súplicas. Me apliqué durante años en ser dos personas. Que nadie diga que soy frívola o mentirosa. Hay muchos miedos, tantos como pelos tenemos en la cabeza, que han invadido la televisión que hasta dan ganas de no escribir sobre ellos ni pensar en ellos. El miedo a la oscuridad, a la luz, a la nitidez, a la vaguedad; el miedo al conocimiento y a la ignorancia; el miedo a esperar, a dejar de esperar; el miedo a la infancia, a la madurez, a la vejez, a ninguna edad; el miedo a uno mismo, al objetivo panorá-mico, al objetivo microscópico, al desplazamiento, a la desaparición, a la penum-bra, a la inmovilidad, a los hombres con cara de animales, a los animales con ca-ra de hombres, a las entrañas de la tierra, a las propias entrañas, al silencio ab-soluto, al ruido, a lo que ven nuestros ojos, a lo que se esconde, a lo que palpa la mano, a la violencia de la inercia, a la sociedad, al apetito, a vegetar, a reme-morar, a olvidar, al conglomerado de la nada, a lo divino, a lo diabólico, a ser o no ser, a los astros, a lo sobrehumano, a lo humano, a bramar, a la transforma-ción, a la transmigración del llanto, prólogo de la ausencia, al temblor próximo de la presencia, al polvo que oblitera las formas, a la aspiradora que las renueva, al alarido, a todas las formas de los relojes y de los espectáculos, al reino de los insectos y de la crueldad, disfraz de la bondad que nadie percibe, a las joyas con dos caras y dos colas, al paisaje que nunca volverá, a las palabras que pierden el sentido y que se ocultan dentro del más sereno de los pensamientos, como en una caja de fósforos, los fósforos ya usados, o los estambres de las magnolias demasiado abiertas.
¿Cómo se logra esa dualidad?. No es fácil. Se logra sin querer, a veces. No son agradables los ejercicios a los que hay que someterse. Se empieza por la sombra proyectada sobre la arena, que se aleja y se acerca, para lograr que la sombra tenga su individualidad; luego, a través del sueño, hay que renunciar a una parte importante de la nutrición; a las naranjas, si te gustan las naranjas, a la espinaca, si te gusta la espinaca, como decía mi amiga, al sentimiento de la posesión absoluta, al placer, a la habilidad para recrear por cualquier arte a la música, a la amistad en el amor. Después de varios años de sacrificio se agrega a nuestro ser otro ser como un mellizo que nadie ve pero que está latente con su voz propia, con los apetitos, con su dominio; pero esto se logra después de un número infinito y sucesivo de orgasmos que van formando la vida de ese ser abstruso. De este modo logré el orgullo más absoluto, el de ser dual, no el orgu-llo de no tener miedo. Deambulé por casas inmensas, vacías, durmiendo sobre la frialdad de las baldosas o de las alfombras. Penetré en bosques donde la luz del cielo no llegaba, sin miedo porque iba acompañada, donde las enredaderas eran animales prehistóricos. Me alojé en un hotel sin aire, donde los paisajes y el cielo pintado eran ventanas que no se abren, y los sillones eran brazos y pies de per-sonas, los baños millones de mosquitos que proyectaban cocodrilos diminutos que lanzaban un agua verde por las fauces. Llegué a una ciudad donde los hom-bres no hablaban, sólo gesticulaban quejándose, sin miedo porque nos reíamos juntos de la voz gutural de los habitantes extraños, vestidos con plumas. Cuando no hay miedo no hay ganas de morir y lo atroz se vuelve hermoso, de modo que todo lo que no me había gustado antes empezó a gustarme. La felicidad nació. Todo es felicidad porque lo abstruso gobierna al mundo, lo imposible también. Decime ahora si vale la pena morir. En mi próxima carta te contaré mis aventu-ras de este mundo.

Silvina Ocampo
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